Hace un par de noches encendí el televisor y apareció un de episodio de Los Simpson. Podía haber sido al mediodía o de madrugada. Siempre hay un capítulo de Los Simpson emitiéndose, sea cual sea el momento en que nos sentamos a ver la tele. Lo más normal es que después de un par de segundos reconozca haber visto antes esa escena, con la única de si solo lo habré hecho un par de veces o ya más de cinco. Sin embargo, ello no significa que no la vaya a volver a ver,ya que, al contrario, hay un placer en la alevosía reincidente. Una cierta necesidad reconfortante en mirar capítulos repetidos que nos vuelven a atrapar, sin esperar mayor sorpresa que la de sabernos de memoria algún diálogo. En un tiempo en el que la búsqueda de novedades en las plataformas digitales se ha convertido en una obsesión compulsiva, esta serie es de los pocos reductos de tranquilidad que quedan. Da igual que se repita, verla produce un sosiego plácido frente a la ansiedad por la ultraestimulación permanente a la que nos somete cada capítulo de estreno que se nos notifica.
El caso es que el episodio de ese día no logré reconocerlo y sentí cierto desconcierto hasta que me di cuenta de que era de una temporada nueva. Esto me resulto algo violento: ¿Por qué querían llamar mi atención cuando lo único que esperaba yo era amarrarme plácidamente a lo conocido sin esperar nada a cambio? De repente, Los Simpson había conseguido algo que no esperaba: decepcionarme. Me explico. La novedad implica expectativas, apela a resituar nuestra capacidad sorpresiva y juzgar lo que hemos conocido anteriormente. Tinder, por ejemplo, no es una aplicación para encontrar el amor, sino para perseguirlo eternamente, ya que nos ofrece la posibilidad de una nueva elección, sin necesidad de rechazar lo que hemos encontrado antes. No tiene ya que ver con acertar sino con poseer lo desconocido. La obsolescencia programada emocional es mucho más tentadora que el compromiso eterno. No obstante, por muy atractiva que parezca la experimentación constante,también acarrea no sentirse nunca satisfecho, que aumentemos exponencialmente nuestro nivel de exigencia y, con ello, nuestra propensión a la decepción. En las series, me pasa a menudo. La emoción con la que se inicia la primera temporada se va desvaneciendo en las siguientes y son olvidadas con el estreno de otra serie.Sobrevivir a la cuarta temporada parece una barrera casi imposible —que se lo digan a The Wire o a Los Soprano—.
Una reciente decepción es la quinta de Black Mirror. Laserie que nos iba a dar las claves para prevenirnos de los males del futuro ha acabado sobrepasada por su propia expectativa. Ni tan siquiera la aparición de Miley Cyrus como protagonistaen uno de los capítulos consigue apuntalar la fascinación quecausó al principio. Más entretenidos en cambio están los líos entre las millennial del pop. Ahí la trama de rivalidades entre esta, Taylor Swift y Katy Perry, con desencuentros y venganzasa ritmo de videoclip, no deja de llamar nuestra atención. Quizá sea pura estrategia: no hay nada que nos enganche más que una buena historia de amienemigas real. Tras la reconciliación entre Miley y Taylor, hace unas semanas firmaba esta la paz con Katy y el mundo lo celebraba con emoción. Aunque seguro que no va a ser esta su temporada final.
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